sábado, 11 de abril de 2009

Una sana costumbre

La paciencia tiene un límite. Le sabía escuchar a mi vieja, mientras me corría por la cañada para ponerme una vacuna.
Ahora murmuro la misma frase mientras corro detrás del colectivo.
Hace cuarenta y cinco minutos que lo espero y estaciona media cuadra adelante porque esta lleno.
Me trepo y se lo digo en la cara al chofer . Creo que es la primera vez que hago algo así.
Subí o esperá el próximo, me contesta. Nadie dice nada, todos se hacen los boludos.
Están todos como dopados, y yo también me acostumbro.
El homosapiens ( única definición para semejante estructura ósea de la cara, que nadie se anima a partir) tiene arremangado el pantalón y maneja con pantuflas de goma negra.
Tal vez por eso usa a destiempo el freno.
Todos lo quieren insultar, pero prefieren no decir nada.
No me explico como no se juntaron dos o tres para hacerle tragar el chicle que le muestra a todos los pasajeros cuando hace un globito.
Cada vez que frena terminamos abrazados a algún otro pasajero.
La señora de rulos grandes y tranco corto no puede aferrarse, y termina sentada en la falda del señor bigotes mientras se hace el dormido.
Todos callados. Me doy cuenta que yo también lo dejo pasar.
¿Estaremos sedados? – pienso
¿Estará más barato el lexotanil?
O dejamos que nos toquen el culo desde la incubadora
Trato de abrir la ventana, metiendo los dedos en los huequitos que quedaron en ausencia de la manija.
Resultado: La ventana no se abrió y encima se me quedaron los dedos encajados.
Y creo saber por que es así.
Como te cobran unos de los boletos más caros del país, te ofrecen un sauna móvil.
Ahora voy entendiendo por que estamos conformes.
Obvio. Servicios adicionales.
Lo gracioso es que en invierno estas mismas ventanas se abren solas cada cinco cuadras.
Por lo que tranquilamente te podrías ir en moto.
Eso es paciencia.
Sí, traelo al Dalai Lama una semanita a dar un paseo en bondi. Vamos a ver quien se desespera antes.
Decile que haga la eterna cola que hacen los jubilados todos los meses o que trate de hacer un tramite rápido en la muni.
Convencelo de que con los nuevos diferenciales, los bondis comunes se han descomprimido.
Hacele entender que la motito tuneada que lo esta siguiendo no es para pedirle un autógrafo.
Por ahí se sorprende que nuestra paciencia en realidad no tiene límites.
Y que ya somos parte de esta sana costumbre.
Mientras termino de escribir esto, se asoma un zorro gris a manguearme un diario tomando una coquita.
¿ Que tranquila esta la ciudad no?- Me murmura, mientras pasan detrás suyo tres motociclistas usando sus cascos de protectores de codos.
¿Mejor final?
Imposible.

miércoles, 8 de abril de 2009

Sombras


Le tengo miedo a las sombras, a aquellas formas que hay en los rincones de mi cuarto.
Siento el galope de mi corazón, que quiere salir, quiere esconderse para que ellos no escuchen sus latidos.
Miles de fantasmas dan vueltas en mi cabeza.
Hay uno de ellos bien alargado, como hecho de humo, que me mira con los ojos vacíos de oscuridad.
No dice nada.
Solo espera a dar el zarpazo final. Yo solo lo miro.
En la profundidad de sus ojos se ve la nada.
Y parece que la nada es algo terrible. Es un vacío que se asemeja a aquel reloj que de la hora del próximo homicidio.
El frío sudor corre por mi mente. Tengo las piernas entumecidas.
Mis armas de plástico están en el ropero. Mis héroes también.
Desde el fondo escucho el silbido del sueño ajeno.
Nunca les confesé mis miedos.
La impotencia me deja casi inmovilizado.
¿Quienes se esconden detrás de ese telón negro?
Esa especie de escenario, que tiene funciones con cada uno de nosotros.
Ellos entran en acción cuando yo encuentro mi silencio.
Quieren que les preste atención, que los reconozca, que los aplauda.
Pero no puedo.
Estoy inmóvil, ahogado bajo su peso.
Siento que la cama ha moldeado mi cuerpo y estoy en una trampa a mi medida.
Un caudal de lágrimas silenciosas se derraman en mi rostro.
Mientras más fijo la vista, las figuras son más reales.
De día ellos no aparecen, y solo quedamos mis juegos y yo.
Le tengo miedo a lo que no puedo ver, a mis silencios, a mis fantasmas.
Un día las fantasías se disolvieron con el zumbido de una bala.
Con el trayecto de ese proyectil que paso cerca de mi oreja y mató a la mujer que no le entregó la cartera.
Mi temor se transformó en un niño. En un pequeño que gatilla antes de aprender a atarse los cordones.
Mi temor se transformó en tristeza.
Vuelven aparecer las sombras. Ahora un poco más bajas.
Ahora un poco más reales
Ellas se esconden detrás de unos pequeños pies descalzos.
Detrás de la inocencia moldeada por un sistema.
Ya no tengo miedo.
Tengo impotencia.